Los
hombres, para ser felices, no necesitamos de mucho. Una mujer, cerveza y
fútbol bastan. Los delanteros son un poco más complicados: además necesitan
goles.
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El fútbol es el deporte de lo
inverosímil, de lo imposible, de lo divergente y lo convergente, lo paralelo y
lo perpendicular, donde suceden cosas inesperadas aunque casi siempre gana el
favorito. Pero, por encima de todo eso, el fútbol es contundente. En su última
pelea, Juan Manuel Márquez tuvo que fulminar a Manny Pacquiao con un
contundente derechazo al rostro para que nadie pudiera arrebatarle la victoria.
En peleas anteriores entre ambos púgiles, dicen, mandaron las apuestas. En la
tercera de ellas, ‘Dinamita’ conectaba tres golpes por uno de ‘Pacman’ y, al
final, la cara del filipino era un poema postapocalíptico de la incredulidad;
ni en Filipinas podían creer que le habían dado a él la victoria. En el fútbol,
si un equipo anota tres goles y recibe uno, gana. Así de simple. Muy a pesar de
la opinión de Las Vegas y sus casas de apuestas. Que un partido pueda ser
manipulado en uno u otro sentido, es ya otra cosa, pero al final lo que manda
es el gol y nada más.
Casi siempre los encargados del
gol, los que terminan la faena, son los delanteros y, de ellos, el especialista
se llama ‘delantero centro’, también conocido como ‘9’, ‘killer del área’ y muchos otros motes más. Es, en el más feliz de
los escenarios, el encargado de terminar lo que empezó con las instrucciones
tácticas del entrenador y continuó con el despeje del portero, la salida del
defensa, el enganche del centrocampista y la asistencia del extremo. Es el que
se lleva la gloria mientras corre hacia el banderín, al que le ponen una
eufórica cachetada o le recetan un tirón de cabello que queda grabado en video
para la posteridad.
Así son las batallas épicas.
Todos se acuerdan de lo que pasó con la punta de la lanza, pero nadie del
herrero que forjó su filo. Aquiles, Lawrence de Arabia y Patton son algunos de
los delanteros centro de la historia. Lo demás son desgarradores gritos
impersonales, sangrientas mutilaciones anónimas y bríos de los ejércitos. Nada
como la gloria individual. Mejor cabeza de ratón que cola de león, si es
necesario. Messi, por ejemplo, rompió el récord de goles de Müller con un zurdazo
(no podía ser de otra forma) que envió el balón bien pegado al poste derecho, y
la historia lo recordará obviando la perfecta salida de balón previa orquestada
por Busquets y Xavi, la posterior demostración de potencia y técnica de Adriano
en un pique de unos cuarenta metros dejando atrás a cuanto rival se le cruzó en
el camino y, sobre todo, el sublime taconazo de Iniesta para dejarle el balón
servido al argentino justo como le gusta. La historia registró sólo un número,
86, y un nombre, Lionel Messi.
Ser delantero es la panacea, sí,
pero siempre y cuando entre el balón a la red, porque si no, otro gallo es el que
canta. Los hombres, para ser felices, no necesitamos de mucho. Una mujer,
cerveza y fútbol bastan. Los delanteros son un poco más complicados: además
necesitan goles. Y cuando éstos no entran, lo que toca es sufrir el juicio del
vulgo. La de delantero centro es la más caprichosa de todas las posiciones, la
que más depende de rachas, en la que importa más la mentalidad del jugador que
su estado físico. Un nueve en racha es capaz de asestar un certero testarazo
justo antes del silbatazo final, cuando ya no le quedaban energías para
regresar a recuperar el balón. Irónicamente, la posición que más se asemeja a
la del delantero centro es también la más antagónica: el arquero. También vive
de rachas, también depende del gol y también importa más su estado mental que
el físico, pero como su racha y su estado de forma sirven para evitar los goles,
y no para hacerlos, la gloria le toca sólo de a poquito, casi sin querer y a
cuentagotas.
Juan Villoro dice que “la mayor
parte del tiempo, el jugador no es otra cosa que la posibilidad de un futbolista”, y esto va, por encima de todos,
para el delantero centro, que sólo se siente futbolista cuando conecta el balón
y lo envía a la red, cuando puede correr libremente sin táctica ni marcajes que
le limiten hacia el banderín de córner donde se detiene para ser atribulado por
sus compañeros y arropado por los gritos de la hinchada, ahí, donde el tiempo y
el espacio le pertenecen sólo a él y es con su venia que todos los demás nos
hacemos partícipes de la gloria suya.
Gracias y hasta otra.