jueves, 31 de octubre de 2013

La crisis: el statu quo del Barça



El Barça siempre está en crisis. Deportiva, institucional, social o todas juntas, pero en crisis al fin. Y no es culpa de nadie, sino de todos. No deja de ser curioso que uno de los vínculos de identidad más representativos de la masa culé sean el pesimismo y la inconformidad. Irónicamente, quizá sea por eso que a pesar de las adversidades a las que se ha enfrentado, que no han sido -ni son- pocas, el club se ha podido mantener en la élite en todas sus secciones y en todos los niveles.

En la radiografía del Barça actual, la crisis es tan álgida como buena la salud deportiva del primer equipo de fútbol, que es su máximo representante. Y esta crisis tiene nombre y apellido: Sandro Rosell. Al Presidente más votado de la historia le bastó una vuelta de tuerca para convertirse en el que ha sido repudiado más rápido.

Era el primero de julio de 2010, el mismo día en que Sandro Rosell comenzó su gestión como Presidente del Barça. Esa tarde, como cualquier jueves, me compré una navaja de rasurar en el supermercado. Todavía no la estrenaba cuando, apenas al siguiente día, Johan Cruyff se había presentado en las oficinas del club para devolver la insignia que le distinguía como Presidente de Honor que le había entregado el expresidente Joan Laporta poco antes, cuando todavía estaba en funciones. La devolvió así nada más, como si el club fuera un supermercado y la insignia fuera una navaja de rasurar defectuosa.  Escudado en tecnicismos estatutarios, a Rosell le pareció buena idea poner en entredicho el valor de Cruyff como Presidente de Honor y a Cruyff le pareció mejor idea no participar en el juego y cortar el asunto por lo sano.

Siempre digo que las gotas que derraman los vasos suelen ser enormes, a veces capaces de llenar y derramar muchos vasos de un tirón. La primera gota que Rosell vertió fue suficiente para derramar una presa entera en las aguas de buena parte del barcelonismo. El problema quizá fue que Rosell vio a Cruyff como una extensión de su enemigo acérrimo, el expresidente Joan Lapota, y no entendió que era al revés. Éramos pocos y parió la abuela, como se dice en España.

Esta discrepancia con un símbolo del barcelonismo de la talla de Cruyff ha marcado cada uno de los días posteriores de la presidencia de Rosell. Las decisiones polémicas se han suscitado una tras otra y entre él y los culés se ha ido creando una brecha que cada día incrementa un poco más las distancia entre sus filos, como cuando un cuchillo caliente parte una barra de mantequilla.

El paso firme del primer equipo de fútbol no ha sido suficiente para calmar las aguas. Quizá porque muchos entienden que Rosell no fue el artífice de este equipo que se empezó a gestar con Rijkaard en el banquillo y Laporta en la silla presidencial. Parece que ni siquiera que aquel equipo haya sido liderado por un Ronaldinho que llegó gracias al trabajo de Rosell como Vicepresidente Deportivo ha sido suficiente para darle el crédito que hoy tanto necesita -y anhela- para legitimarse.

Rosell cambió los valores del Barça por el valor de los petrdólares.
Económicamente tampoco hay razones para poner las guirnaldas y lanzar las palmas al aire. Aunque esta es una de las principales bazas de la presidencia de Rosell, los alrededor de 30 millones de euros de beneficios que ha presumido cada año en la Asamblea de Compromisarios proceden de un ingreso antes inexistente: la publicidad en la camiseta. El Barça presumía de ser el único club de élite que no incluía la publicidad de un patrocinador en su uniforme por voluntad propia, y con Laporta esa distinción se engrandeció al estampar en el pecho el logotipo de UNICEF por un acuerdo que no incluía un cobro, sino una donación anual por parte del club a la ONG. Por poco más de 30 millones de euros anuales, Rosell se olvidó del ‘més que un club’ y quitó a UNICEF del pecho para mandarlo al culo, justo en la parte trasera baja de la camiseta, y en su lugar publicitó una fundación controlada directamente por un gobierno conocido en el plano internacional por sus flagrantes y aún impunes violaciones de los derechos humanos.

Si todo sigue su curso normal, Rosell será Presidente del Barça hasta junio de 2016, y no conozco a nadie que se atreva a decir que continuará en funciones después de entonces, pero sí a muchos que ya cuentan los días que le quedan como el máximo representante del club. Tiene hasta entonces para subir enteros, ya no pensando en una reelección que hoy se antoja utópica, sino en un cierre digno de su presidencia. Quizá el fichaje de Neymar, el único mérito todo suyo que parece que nadie puede discutirle más allá del precio (57 millones de euros más 8 misteriosos millones pagados por "controlar" a tres jóvenes jugadores del Santos de Brasil), le dé el crédito que el de Ronaldinho no ha podido darle. Tiempo al tiempo.

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martes, 15 de octubre de 2013

Nadie sabe lo que tiene...

Hasta que lo ve perdido, hasta que no lo tiene más, hasta que está lejos, bien lejos, allá donde no se puede alcanzar, nadie sabe lo que tiene. Para nosotros, bestias simples aficionadas al frecuente y significativo impacto podológico de la esférica, es imperativo vivir y revivir una y otra vez el pase y su indefendible pared, el lance con los brazos bien estirados y su irreductible y salvador desvío provocado por el rasgón de uñas sobre el cuero o el chanfle y su imparable colocación escorada al ángulo. Una y otra vez.

Tarde o temprano a todos nos toca dejar de tener lo que se tiene, sea dinero, salud o fútbol. Sobre todo fútbol. ¿Que exagero? Quizá. O quizá no. El drama está en el juego entre la certeza (lo que va a ser) y la potencia (lo que puede llegar a ser). La salud a todos se nos irá algún día, en forma parcial o total, pero de que se va, se va. El dinero… ¡aaaah, el dinero! Ese sí que domina la pasión que sólo el deseo puede suscitar, pero, a fin de cuentas, tener o no tener marmaja es cosa de uno y no de los demás. ¿Pero el fútbol? Como no seamos quienes salen a esa pradera verde enmarcada en los límites de la reglamentaria blancura de las líneas, de nosotros no depende gran cosa. El buen fútbol llega, se va y se queda a voluntad ajena.

El aficionado al buen fútbol es uno de los ejemplos más paradigmáticos de la exigencia. Se han visto estadios abarrotados abucheando a un equipo, su equipo, ignorando que éste se ha hecho con la victoria, porque, aunque vieron goles, de fútbol, lo que se dice fútbol, no disfrutaron mucho que digamos, así como también se han visto equipos derrotados en casa que salen arropados por los aplausos y la ovación de su afición, que es capaz de ignorar la derrota y agradecer el espectáculo ofrecido por quienes se enfundaron la camiseta que porta el mismo escudo que está estampado en la bandera que desde la grada ondearon durante noventa minutos más el agregado.

Aquellos que aseguran que lo único que importa es el resultado pertenecen a una estirpe distinta a la mía, a la nuestra. No sé si mejor o peor, pero distinta al fin. Para los románticos, lo que importa es que los resultados vayan acompañados del mejor espectáculo posible. Nosotros somos los que hablamos del fútbol como si fuera una expresión alternativa del arte, como si los Pelés y Zidanes comieran en la misma mesa que los Manoletes y los Baryshnikovs. Aquellos que nos atrevemos, acaso porque no podemos evitarlo, a llorar no sólo con la derrota, sino también con aquel gol que gritamos en el clímax de esos tres minutos de agregado que vivimos al filo del sofá, ahí donde nos sentamos cuando la razón nos dice que el gol es imposible mientras la esperanza nos promete que el balón entrará en la red.

Los que disfrutamos no sólo con el juego en sí, sino también con las imágenes del equipo en el túnel de vestuarios, los que sabemos que tal o cual jugador está bajo de ritmo porque entre semana se fue de fiesta y le sacó una nueva cana al entrenador, los que reconocemos a la distancia quién es ese figurín en el campo sólo por la forma en que suelta la pierna cuando envía un pase, los que disfrutamos con ese central por su porte al sacar el balón más que por su contundencia defensiva. Esos, los románticos del fútbol, los locos que vemos arte donde se supone que no lo hay y que lloramos cuando se supone que no se debe llorar, somos los mismos que no sabemos cómo gastarnos un buen domingo cuando hay parón liguero o que nos amargamos el día porque el equipo jugó por segunda semana consecutiva el peor partido que le hemos en los últimos veinte años.

Somos así. Unos ingratos desmemoriados que cuando no tenemos exigimos más y, cuando sí tenemos, también. ¿Y quién me va a decir que eso es injusto si nosotros siempre jugamos bien? ¿Si nuestra fidelidad a los colores es siempre total y de absoluta intensidad? ¿Quién en su sano juicio me va a pedir que le perdone a mi equipo no hacer arte, cuando es el arte lo que hizo que me enamorara de él en primer lugar? ¿Quién? Pues nadie. Nadie que sepa lo que es vivir y llorar el fútbol tras bambalinas, detrás de la muralla donde empieza el anonimato del hincha de a pie, desde la tribuna en la que coinciden los blancos y los negros, los fieles y los villamelones, en donde poco importa si eres ‘del sud o del nord’.

Y es ahí, en la tribuna, donde se curte y perfecciona esa glándula intangible que tiene el hincha y cuya única e inmisericorde función es la de emanar una misteriosa sustancia que genera el sufrimiento provocado por la ausencia del buen fútbol. Y para este mal no hay remedio que valga. Ni terapias que lo curen ni placeres que lo palien. Sólo vale matar el fuego con fuego. Es el fútbol el causante de la dolencia y es el mismo fútbol su única cura posible. A veces sólo es cuestión de esperar al fin de semana, y otras veces uno se empuja años enteros sin comerse un rosco. Y así de absurdo e inexplicable como parece, jamás, ni siquiera después de lustros de sequía, el romántico del fútbol se arrepentirá de esas lágrimas que cayeron en el sofá sobre el que saltó mientras gritaba eufórico aquel inverosímil gol que entró en el último minuto del agregado.

Gracias y hasta otra.