Hasta que lo ve
perdido, hasta que no lo tiene más, hasta que está lejos, bien lejos, allá
donde no se puede alcanzar, nadie sabe lo que tiene. Para nosotros, bestias
simples aficionadas al frecuente y significativo impacto podológico de la
esférica, es imperativo vivir y revivir una y otra vez el pase y su
indefendible pared, el lance con los brazos bien estirados y su irreductible y
salvador desvío provocado por el rasgón de uñas sobre el cuero o el chanfle y
su imparable colocación escorada al ángulo. Una y otra vez.
Tarde o temprano a
todos nos toca dejar de tener lo que se tiene, sea dinero, salud o fútbol.
Sobre todo fútbol. ¿Que exagero? Quizá. O quizá no. El drama está en el juego
entre la certeza (lo que va a ser) y la potencia (lo que puede llegar a ser).
La salud a todos se nos irá algún día, en forma parcial o total, pero de que se
va, se va. El dinero… ¡aaaah, el dinero! Ese sí que domina la pasión que sólo
el deseo puede suscitar, pero, a fin de cuentas, tener o no tener marmaja es
cosa de uno y no de los demás. ¿Pero el fútbol? Como no seamos quienes salen a
esa pradera verde enmarcada en los límites de la reglamentaria blancura de las
líneas, de nosotros no depende gran cosa. El buen fútbol llega, se va y se
queda a voluntad ajena.
El aficionado al
buen fútbol es uno de los ejemplos más paradigmáticos de la exigencia. Se han visto
estadios abarrotados abucheando a un equipo, su equipo, ignorando que éste se
ha hecho con la victoria, porque, aunque vieron goles, de fútbol, lo que se
dice fútbol, no disfrutaron mucho que digamos, así como también se han visto equipos
derrotados en casa que salen arropados por los aplausos y la ovación de su
afición, que es capaz de ignorar la derrota y agradecer el espectáculo ofrecido
por quienes se enfundaron la camiseta que porta el mismo escudo que está estampado
en la bandera que desde la grada ondearon durante noventa minutos más el
agregado.
Aquellos que
aseguran que lo único que importa es el resultado pertenecen a una estirpe
distinta a la mía, a la nuestra. No sé si mejor o peor, pero distinta al fin.
Para los románticos, lo que importa es que los resultados vayan acompañados del
mejor espectáculo posible. Nosotros somos los que hablamos del fútbol como si
fuera una expresión alternativa del arte, como si los Pelés y Zidanes comieran
en la misma mesa que los Manoletes y los Baryshnikovs. Aquellos que nos atrevemos,
acaso porque no podemos evitarlo, a llorar no sólo con la derrota, sino también
con aquel gol que gritamos en el clímax de esos tres minutos de agregado que
vivimos al filo del sofá, ahí donde nos sentamos cuando la razón nos dice que
el gol es imposible mientras la esperanza nos promete que el balón entrará en
la red.
Los que disfrutamos
no sólo con el juego en sí, sino también con las imágenes del equipo en el
túnel de vestuarios, los que sabemos que tal o cual jugador está bajo de ritmo
porque entre semana se fue de fiesta y le sacó una nueva cana al entrenador,
los que reconocemos a la distancia quién es ese figurín en el campo sólo por la
forma en que suelta la pierna cuando envía un pase, los que disfrutamos con ese
central por su porte al sacar el balón más que por su contundencia defensiva. Esos,
los románticos del fútbol, los locos que vemos arte donde se supone que no lo
hay y que lloramos cuando se supone que no se debe llorar, somos los mismos que
no sabemos cómo gastarnos un buen domingo cuando hay parón liguero o que nos
amargamos el día porque el equipo jugó por segunda semana consecutiva el peor
partido que le hemos en los últimos veinte años.
Somos así. Unos
ingratos desmemoriados que cuando no tenemos exigimos más y, cuando sí tenemos,
también. ¿Y quién me va a decir que eso es injusto si nosotros siempre jugamos
bien? ¿Si nuestra fidelidad a los colores es siempre total y de absoluta
intensidad? ¿Quién en su sano juicio me va a pedir que le perdone a mi equipo
no hacer arte, cuando es el arte lo que hizo que me enamorara de él en primer
lugar? ¿Quién? Pues nadie. Nadie que sepa lo que es vivir y llorar el fútbol
tras bambalinas, detrás de la muralla donde empieza el anonimato del hincha de
a pie, desde la tribuna en la que coinciden los blancos y los negros, los
fieles y los villamelones, en donde poco importa si eres ‘del sud o del nord’.
Y es ahí, en la
tribuna, donde se curte y perfecciona esa glándula intangible que tiene el hincha
y cuya única e inmisericorde función es la de emanar una misteriosa sustancia
que genera el sufrimiento provocado por la ausencia del buen fútbol. Y para
este mal no hay remedio que valga. Ni terapias que lo curen ni placeres que lo
palien. Sólo vale matar el fuego con fuego. Es el fútbol el causante de la
dolencia y es el mismo fútbol su única cura posible. A veces sólo es cuestión de
esperar al fin de semana, y otras veces uno se empuja años enteros sin comerse
un rosco. Y así de absurdo e inexplicable como parece, jamás, ni siquiera
después de lustros de sequía, el romántico del fútbol se arrepentirá de esas lágrimas
que cayeron en el sofá sobre el que saltó mientras gritaba eufórico aquel inverosímil
gol que entró en el último minuto del agregado.
Gracias y hasta
otra.